Solían acabar así los
cuentos cuando éramos pequeños. Había reyes y princesas en mundos perfectos y
esos personajes pasaron a formar parte de un imaginario idealizado, que no
mencionaba la cara oculta de la miseria producida por el más piramidal de los
sistemas. Intuyo que nos siguen contando cuentos al llegar a la edad adulta, no
con fines literarios sino para distraernos de nuevas realidades.
Todo tiene un final,
incluso los reinados edificados desde decisiones ilegítimas
y mantenidos con verdades
fabricadas. Obcecarse en permanecer en un cargo vitalicio monarquihasta la
agonía habría sido un despropósito que ya no defiende ni el más tradicionalista.
Fingen ahora un teatro de normalidad, traspasando la más alta institución del
Estado entre miembros de una familia, como si fuera un bar que pasan a regentar
los hijos cuando el padre está cansado de estar tras la barra. Parece que esta
vez tampoco nos van a preguntar qué queremos, no vaya a ser que nos dé por
cambiar el final del cuento. Alargar en el tiempo las
rígidas condiciones de modificación constitucional que nos impuso aquella
generación, la que tenía más de 18 años en 1978, solo servirá para ahondar la
distancia entre quienes nos dirigen desde palacio y quienes pisan el asfalto y
la tierra. Pero el conservadurismo, el miedo a plantear nuevos horizontes, es
un lastre colectivo que todavía pesa demasiado. Estamos en uno de esos momentos
en los que toca decidir si copiamos una página más de la historia o nos atrevemos a escribir una nueva.
Reconozco que no soy ni objetivo ni imparcial, que de vez en cuando hay que
romper con lo anterior, cerrar etapas y abrir otras con ilusión: colorín,
colorado.
Publicado en EL
PERIÓDICO EXTREMADURA el 9 de junio de 2014.
P.S. Esta es mi última columna en
EL PERIÓDICO EXTREMADURA. Gracias a todos los que han leído alguna de las casi
500 que han sido publicadas en los últimos 10 años. Hasta otra.
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