La primera columna
que escribí en este periódico se tituló Ser valiente y pretendía ser una alabanza
del periodismo que no tiene miedo, que expone los hechos sin más artificios que
la pura descripción de lo ocurrido, sin ocultar datos relevantes y sin
magnificar los que no lo son. Ahora que llevamos casi dos décadas navegando por
los mares de internet, intentando diferenciar lo que son noticias falsas en medios pretendidamente serios de las páginas de humor que simulan ser
periódicos, nos asalta la duda de si los peligros del periodismo proceden más
de las nuevas tecnologías o vienen de otros lados muy diferentes.
Hay quien dice que
las redes sociales o los comentarios en los medios de comunicación constituyen
una amenaza para la profesión: no se puede negar que el anonimato se ha
convertido, en muchas ocasiones, en un parapeto para tirar la piedra y esconder
la mano. Pero quizá haya llegado el momento de analizar las cosas con la
ecuanimidad que merecen y distinguir entre los malos modales y las expresiones
desafortunadas de lo que son amenazas reales. Cuando solo existía la prensa en
papel y te indignaba una noticia del diario había que mecanografiar 20 líneas,
meterlas en un sobre, identificarte con tus datos y número de DNI, y esperar a
que el responsable de la sección decidiera seleccionarla como carta al
director. Hoy todo es más fácil para hacer llegar un mensaje a cualquier lado,
ya sea uno de paz y amor al extremo sur de Nueva Zelanda o para descargar bilis
sobre la vecina que escribe en la página siete, así que deberíamos empezar a
aprender convivir con ciertas pequeñas miserias, casi inevitables, que nos trae
este mundo tan global e inmediato.
Junto a esas pequeñas
miserias que rodean a la prensa, al periodismo y a la comunicación también
están las grandes miserias, las que sí que constituyen una auténtica amenaza a
la libertad y al derecho a la información. Y no me refiero, obviamente, a
desagradables e injustificados rifirrafes entre plumillas y jefes de prensa,
sino a las presiones de verdad, a las que no ponen tuits ni comentarios, a las que van al grano y hacen que se
descuelguen los teléfonos importantes en cualquier hora y lugar, a las que con
solo un par de palabras ponen firmes y acallan al más bregado de los profesionales. Y es contra esas amenazas contra las que el periodismo está cada vez más inerme.
El viernes pasado
abandonaba la región un joven periodista de esos que no dejan indiferente a
casi nadie, rodeado del cariño y de la admiración de gran parte de la profesión.
Se nos iba con el sabor agridulce de ver cómo se nos va marchando lejos la
materia gris y la savia joven de nuestra sociedad extremeña. Y tuve que
recordar de nuevo aquel deseo de que ser valiente no salga tan caro y que ser
cobarde no valga la pena. Espero que sea la última vez.
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